Y así se cuenta:
De madrugada, antes de la salida del sol, llegó a
la ciudad, y, valerosa, se presentó ante el tribunal,
en medio de cuyos lictores vociferó a los magistrados:
"Decidme, ¿qué furia es esa que os mueve
a hacer perder las almas, a adorar a los ídolos y negar
al Dios criador de todas las cosas? Si buscáis cristianos,
aquí me tenéis a mí: soy enemiga de vuestros
dioses y estoy dispuesta a pisotearlos; con la boca y el corazón
confieso al Dios verdadero. Isis, Apolo, Venus y aun el mismo
Maximiliano son nada: aquéllos porque son obra de la
mano de los hombres, éste porque adora a cosas hechas
con las manos. No te detengas, pues, sayón; quema,
corta, divide estos mis miembros; es cosa fácil romper
un vaso frágil, pero mi alma no morirá, por
más acerbo que sea el dolor",
Airado
sobremanera el pretor al oír tales requerimientos,
ordenó furioso: "Lictor, apresa esta temeraria
y cúbrela de suplicios para que así sepa que
hay dioses patrios y que no es cosa baladí la autoridad
del que manda", Pero inmediatamente, como volviendo sobre
sí, dijo el pretor a Eulalia: "Mas, antes de que
mueras, atrevida rapazuela, quiero convencerte de tu locura
en lo que me es posible. Mira cuántos goces puedes
disfrutar, qué honor puedes recibir de un matrimonio
digno. Tu casa, deshecha en lágrimas, te reclama: gimiendo
estará la angustiada nobleza de tus padres, puesto
que vas a caer, tan tiernecita, en vísperas de esponsales
y de bodas. ¿O es que no te importan las pompas doradas
de un lecho ni el venerable amor de tus ancianos padres, a
quienes con tu obstinada temeridad vas a quitar la vida? Mira,
ahí están preparados los instrumentos del suplicio:
o te cortarán la cabeza con la espada, o te despedazarán
las fieras, o se te echará al fuego, y los tuyos te
llorarán con grandes lamentos, mientras tú te
revolverás entre tus propias cenizas. ¿Qué
te cuesta, di, evitar todo esto? Con que toques tan sólo
con la punta de tus dedos un poco de sal y un poquito de incienso,
quedarás perdonada".
Pero Eulalia nada respondió, sino que, arrebatada
de indignación, escupió al rostro del pretor,
arrojó al suelo los ídolos que tenía
delante de sí, y de un puntapié echó
a rodar la torta sacrifical puesta sobre los incensarios.
Inmediatamente
dos verdugos se aprestaron a desgarrar sus tiernos pechos
y los garfios abrieron sus virginales costados hasta llegar
a los huesos, mientras Eulalia tranquilamente contaba sus
heridas.
Al contemplar aquella carnicería, Eulalia decía
al Señor sin lágrimas ni sollozos: "He
aquí que escriben tu nombre en mi cuerpo. ¡Cuán
agradable es leer estas letras, que señalan, oh Cristo,
tus victorias! La misma púrpura de mi sangre exprimida
habla de tu santo nombre".
Y tan abstraída estaba la mártir en su oración,
que el dolor atroz que debían causarle aquellos tormentos
pasaba totalmente desapercibido, a pesar de que sus miembros,
regados con tierna sangre, bañaban de continuo la piel
con nuevos borboteos calientes.
Ante aquella intrepidez, los esbirros se dispusieron a aplicarla
el último tormento; mas no se contentaron con propinarla
azotes que la desgarraran fieramente la piel, que sería
poco, sino que la aplicaron por todas partes, al estómago,
a los flancos, hachones encendidos. Pero, así que la
perfumada cabellera que se deslizaba ondulante por el cuello
y se desparramaba suelta por los hombros para cubrir la pudibunda
castidad y la gracia virginal de la mártir tocó
el chisporroteo de las teas, la llama crepitante voló
sobre su rostro, nutriéndose con la abundante cabellera,
y la envolvió por completo. Y la virgen, deseosa de
morir, se inclinó hacia la llamarada y la sorbió
con su boca,
Y, ¡oh maravilla!, he aquí que de su boca salió,
rauda, una paloma más blanca que la nieve, que, hendiendo
el espacio, tomó el camino de las estrellas: era el
alma de Eulalia, blanca y dulce como la leche, ágil
e incontaminada. Así lo vieron estupefactos y dieron
de ello testimonio el verdugo y el mismo lictor al huir aterrorizados
y arrepentidos. La Virgen torció delicadamente el cuello
a la salida del alma; apagóse el fuego de la hoguera,
y, por fin. quedaron en paz los restos exánimes de
la mártir. Todo esto acaeció un día 10
de diciembre.
El cielo cuidó en seguida de velar por el tierno cuerpo
de aquella virgen y rendirle las debidas honras fúnebres,
porque al punto cayó una nevada que cubrió el
foro, y en él el cuerpecito de Eulalia, que yacía
abandonado en la helada intemperie como para protegerlo con
una grácil mantilla blanca.
Tal es la primorosa descripción que nos dejó
Prudencio del martirio de Eulalia de Mérida, en admirable
coincidencia con las actas que sobre estas mismas hazañas
escribiera un testimonio ocular. ¡Cuán distinto
es el sabor y cuán lejos de la realidad histórica
están otras "vidas" de la Santa emeritense!
Sigilosamente se aprestarían los cristianos de Mérida
a rescatar las preciosas reliquias de aquella intrépida
niña que con su muerte acababa de dar tan espléndido
testimonio de la fe. Embalsamarían delicadamente su
cuerpo y le darían sepultura precisamente en aquel
mismo lugar donde pasada la tremenda borrasca de la persecución,
se levantó una espléndida basílica, cuyo
mármol bruñido -según testimonio de Prudencio,
que la vió- iluminaba con cegadores resplandores sus
atrios, donde los resplandecientes techos brillaba,n con áureos
artesonados y los pavimentos de mármol jaspeados daban
al peregrino la sensación de pasear en un prado en
que se entremezclaban y combinaban las rosas con las demás
flores. Y con un lirismo exultante termina el poeta su descripción:
"Fuera las lágrimas dulzonas y melindrosas...
Cortad, vírgenes y donceles, purpúreas amapolas,
segad los encendidos azafranes: no carece de ellos el invierno
fecundo, pues el aura tépida despierta los campos para
llenar de flores los canastillos. Ofreced, ¡oh jóvenes!,
estos presentes, que yo, en medio del corro también
quiero llevar una corona en estrofas de poesía, vil
y ajada, pero alegre y festiva. Así conviene venerar
los huesos que yacen bajo el altar; ella mientras tanto, a
los pies de Dios, ve todo esto e intercede, benévola,
por nosotros".
Santa Eulalia en Totana
En un lugar privilegiado, donde la naturaleza irradia gran
esplendor y sólo a siete kilómetros de la ciudad
de Totana, se encuentra el santuario de "La Santa de
Totana". Se llega a él por dos carreteras, donde
la frondosidad de la vegetación y el arbolado, junto
la fragancia de los naranjos y limoneros, ofrecen al peregrino
un remanso de paz. En este santuario se venera la imagen de
Santa Eulalia.
La tradición nos indica que pudieron ser los Caballeros
de Santiago los que trajeron la imagen. Estos solían
consagrar un acontecimiento victorioso al santo que en aquel
día celebraba la Iglesia Católica. Aquellos
tomaron Aledo y Totana el diez de diciembre de 1257, día
en que se conmemora la gloriosa muerte de la Virgen Mártir
de Mérida.
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